Estaba comiendo en la terraza de un restaurante vegano. Mientras me traían el entrante, leía el periódico, esas hojas de papel que cuentan cosas sobre el mundo, y escuché un viva España, quedo, complaciente y orgulloso. Como un susurro. Una señora, agarrada del brazo de su marido, se dirigía así a las personas que volvían de la concentración convocada por el Partido Popular en la Puerta del Sol de Madrid, envueltas en banderas rojigualdas. Se acercaba con cuidado y, con una sonrisa, decía viva España. Nadie le respondió, afortunadamente, con otro viva España, ni se cuadraron, ni gritaron Pedro Sánchez, hijo de puta, ni puto rojo quien no vote. Aún así la escena fue extraña, un poco chiflada. La sonrisa, el melifluo tono de voz y lo absurdo de la situación. Esa España a la que lanzan vivas es su españa, la una, la que solo puede ser de una manera, la que no se puede cuestionar, la inmodificable, la eterna, la sagrada, la ungida por Dios, la elegida sobre otras naciones. Cuando se ha puesto en cuestión, la historia nos dice: golpes de estado y dictaduras. Esa idea de España, la que se defiende frente a la sede del PSOE en Madrid y en otras ciudades del estado, por motivo de la ley de amnistía, esta detrás de los hechos más cruentos de la historia de este país.