Privar de libertad a una persona, decidir sobre lo que puede o no puede hacer y restringir sus movimientos no es suficiente castigo para una parte de la sociedad. Que puedan participar en actividades lúdicas o educativas en prisión es considerado un lujo, especialmente para personas que hayan cometido delitos de sangre. Algunos desean que sean objeto de lo que llaman la ley de la cárcel. Que les hagan la vida imposible. Que les agredan. Que les violen. Que les maten. A veces esto es lo que ocurre. Poco se habla de los suicidios en la cárcel. Hacerlo contradiría lo que esa parte de la sociedad, que interpreta el mundo desde el modelo del padre castigador, cree que es la cárcel. Unas vacaciones. Un retiro placentero. Hasta que se pudran. Eso es lo que se merecen. Frente a los que cometen actos violentos, se les desea que sufran todo tipo de violencias, que se les anule, que se les mortifique, que se les castigue. Se convierten en espejo de lo mismo que critican. Son los que participan de los juicios paralelos, los que animan a los linchamientos, los que golpean los coches en los que se encuentra el detenido, los que escupen, los que gritan con rabia ¡asesino!. Es una catarsis colectiva y, a la vez, una sublimación de la violencia. Les invade internamente un flujo de agresividad, de violencia, que desean volcar contra el presunto criminal. Quieren responder con sangre a la sangre rodeados de cámaras de televisión y micrófonos que captan y amplifican la indignación de la sociedad.