En las últimas décadas se ha cultivado la desmemoria, de manera consciente y estratégica. La desmemoria convierte a las personas en seres manipulables y manejables. Bebe de la ausencia de debate y reflexión sobre nuestro pasado y nos incapacita para extraer un aprendizaje sobre lo experimentado, de tal forma que nos asalta lo ya vivido como si fuera nuevo. Esta desmemoria ha convivido con la desideologización gradual, que caracteriza a las sociedades occidentales, frente a la hegemonía de la ideología propia del sistema. La dilución de las otras ideologías en el magma del capitalismo ha convertido las ideas en carcasas llenas de eslóganes, frases hechas y palabras vacías. Las redes sociales son un ejemplo de ello, la expresión de opiniones o la manera en que se explica el posicionamiento político. Se repiten las ideas y opiniones consideradas dentro del marco político al que uno se adscribe y se defienden las posturas dictadas. La disidencia está mal vista incluso en aquellos espacios donde se defiende la diversidad, el debate, la reflexión y la crítica, o precisamente es en estos espacios donde la disidencia no tiene cabida. Fundamentalmente porque las ideas carcasa que se defienden son marcadas por una élite y no surgen de la reflexión y el acuerdo colectivo. Por eso el disidente es un traidor. No solo traiciona a la élite sino al pacto implícito de sus seguidores de obedecer sus directrices. Un pacto que jamás será reconocido al igual que las reglas implícitas que rigen en los sistemas familiares. Son secretas y si se explicitan, se niegan.